La anciana

 La vio asomarse en la baranda del pequeño patio que constituía su reino. Era evidente que su piel rara vez visitaba el sol, pues no era blanca sino traslúcida. Desde la otra cuadra, la joven podía ver las finas venas que recorrían el cuerpo de la anciana.

Pensó que su piel era tan pero tan fina que podría rasgarse como un papel ante el mínimo roce. Pero ahí estaba, bien erguida y vigilante, cuidando su pequeño reino verde. 

Carmela no entendía cómo era posible que las plantas estuviesen tan verdes y sanas, era la primera vez en un año que veía a la anciana. La primera vez que veía a alguien regando y podando las plantas. Seguramente vivían en horarios inversos.

Las persianas siempre estaban bajas, no había señal alguna de vida más que las plantas. Siempre pensó que se trataba de una propiedad más abandonada. Aunque el misterio de las plantas bien cuidadas siempre le rondaba en la mente.

No era una anciana cualquiera, había una severidad particular en su mirada que le concedía un halo de importancia. Su cabello era largo, blanco y fino como todo en ella. Estaba suelto y tenía un joven movimiento cuando lo acariciaba el viento.

Al verla ahí apoyada en la baranda del patio, que estaba ubicado en un segundo piso, recordó a la anciana del Titanic. Una sensación de naufragio la abrazaba, como quien asiste pacientemente el final del mundo. Lucía un vestido azul, con ese tipo de teñido artesanal clásico de las remeras de los hippies,  esas que tienen unas formas psicodélicas. A Carmela le resultó raro verla vestida así, la imaginaba luciendo algo más clásico. 

¿Cómo es posible que la imaginación tenga más fuerza que la realidad?-Se preguntó Carmela. 

El vestido azul y holgado junto con el cabello suelto hacía que la anciana tuviera la apariencia de una Iemanjá blanca, una diosa blanca y viejita cuidando un pequeño universo verde. No era guardiana de las aguas pero si de las plantas que coronaban su patio. 

Carmela no entendía cómo era posible que alguien así viviera en las penumbras. Era claro que entendía el valor de la luz y del sol, pues sus plantas estaban en perfecto estado ¿por qué no querría esto para ella también? 

El único lugar donde podría colarse un poco de luz era a través de la puerta que daba el patio, allí no había persiana de madera, solo pendían unas cortinas blancas de encaje. Imaginó una luz tenue filtrándose por los agujeros del encaje, cayendo en el piso con suavidad. 

¿Tendría plantas adentro? ¿Tal vez algún gato? ¿Cómo sería la casa por dentro? Carmela imaginó un montón de lámparas antiguas, tal vez algún tapete viejo pero elegante estaría en el centro del living. 

Nunca vio que nadie la visitara ¿habría tenido hijos? Algo en su manera de moverse le indicaba a Carmela que la anciana había sido una joven muy libre, la imaginó llena de amantes y divertidas amigas, tomando cocteles en los lugares de moda.

Tal vez eran solo elucubraciones fantasiosas y siempre había vivido rodeada de esa elegante soledad.

¿Acaso la soledad era un asunto elegante, o simplemente penoso? ¿Acaso era parte de la condición humana? Ver a la anciana despertaba un montón de preguntas en la joven mente de Carmela.

¿Envejecería sola como la anciana? ¿O estaría rodeada de nietos? Había algo asfixiante para Carmela en la idea de sostener una vida social activa, tal vez la felicidad consistía en regar las plantas, rodeada del silencio. 

Luego pensó que la soledad no era real, estamos conectados los unos a los otros, somos y nos sostenemos en comunidad. Nadie está realmente solo. 

Carmela no había elegido vivir una pandemia mundial, nadie lo había elegido y sin embargo ahí estaban. Atravesando un momento histórico, ella evitaba las noticias de las muertes y rehuía de todos los protocolos sanitarios que habían cercado los afectos.

La fuerte presencia que había adquirido la muerte en la vida, dejaba relucir la ridiculez de una serie de artificios sociales.

¿Acaso la gente solo viajaba para luego poder publicar fotos? ¿Acaso los festivales de música electrónica siempre habían sido una farsa y recién nos dábamos cuenta? 

La presencia constante de la muerte había logrado desenmascarar el sinsentido ¿por qué estar nueve horas sentado en un cubículo? ¿Por qué compartir con personas que realmente no queremos? 

Con todas esas preguntas bombardeando su cabeza, Carmela volvió a mirar fijamente a la anciana. Cada vez le resultaba más hermosa y admirable. El esmero con el que cuidaba las plantas le resultó muy digno. Si efectivamente el mundo se caía a pedazos, aún más sentido tenía  sostener y cuidar la vida.

Adquirió plena consciencia que su vida y la de toda la cuadra sería más triste si en ese rincón solo hubiese asfalto, sería un hueco gris más en la ciudad. Pero no, allí había vida, muchísima vida.

Carmela miró su propio balcón, se detuvo a mirar con amor sus plantas. Definitivamente era momento de arrancar las hojas secas, podar las ramas marchitas y así ayudarlas a crecer más fuertes. Alguna abeja estaría muy agradecida. 


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