El bautismo

 Mi madre tiene los ojos chinos, la sonrisa amplia y la carcajada más contagiosa que conozco. Durante mis años de infancia y adolescencia manifestó cierta severidad, cuando me pedía un favor y yo le respondía “¿qué?”, replicaba: “Señora, querrás decir”. 

Con su tono de voz marcaba la autoridad, habilidad indispensable para toda persona criando adolescentes. 


También se desvivía en generosos mimos y dulces gestos. Recuerdo clarito que yo, como buena niña católica que era, quise bautizar una de mis muñecas. No recuerdo su nombre, sólo que era rubia. Calculo que fue a la que le vi más cara de pecadora, siempre fui muy empática, apuesto que con el bautizo quería protegerla de las llamas del infierno. Si eventualmente se iba a mandar alguna macana, más valía brindarle a la pobre muñeca algún tipo de seguro de vida para cuando se fuera al más allá.


Fue así, como mi madre tuvo la idea de celebrar tan importante ocasión. Dada la significancia del evento, un maestro de ceremonia oficial fue convocado, pese a que el promedio de edad de las invitadas rondaba en los seis años de edad, la ocasión fue celebrada con la solemnidad que ameritaba. 


Después de las palabras finales, cayeron las gotas de agua bendita sobre la frente de la muñeca, momento tras el cual, invitadas e invitados arrancaron a correr por el patio y a treparse en los árboles en un griterío celestial.


A todas estas, mi padre se lucía en este tipo de eventos, siendo uno de los mejores anfitriones que conozco; aunque debe quedar consignado por escrito que la reina de la colmena siempre ha sido mi madre. Él siempre tuvo una conexión especial con la música y el baile, fue mi primer maestro de las pistas. Siempre éramos los últimos en cerrar la fiesta. También es un apasionado de la literatura  y de lo que él llama “buen cine”, que se ciñe a su propio criterio, muy específico y muy de ingeniero. Con pareja o sin pareja, haya o no fiesta el baila, sobre todo salsa, pero eso sí ¡que sea salsa caleña o cubana! dice con un tono muy serio.  


Durante un breve período de mi infancia y en algunos años de mi adolescencia, viví con mi hermano mayor. De joven, era una cosa larguirucha que tomaba litros y litros de leche, mientras que a mi mamá y a mí tan solo olerla nos daba un asco terrible. Siempre tuvo una apariencia muy seria,de niño estaba vestido como un señorito y de adolescente caminaba con aires de señor. El cabello peinado y engominado, la camisa adentro del jean, los zapatos prolijos y cada cosa en su lugar. Eso sí, la fantasía, las mentiras y picardías poblaban su vida interior.


Mi actividad favorita era peinarlo, estaba forzado a soportar los cascotazos que le daba con los cepillos de pelo, yo tenía a mi favor ser una bebé gordita y cachetona.


El hermano más chico  es el único del clan que no es un manojo de nervios,  el más bello y bizarro, su sentido del humor es entendido por pocos. Cuando era un niño disfrutaba recibir la atención de mis amigas, desfilaba por el pasillo frente al cuarto disfrazado de mil maneras. Una vez se colocó todo el tapete, aquellos de espuma que tienen el abecedario o las figuras geométricas. Lo desarmó y se puso una a una las piezas, en los brazos, las piernas y el cuello; luego pasó caminando bien despacito, mirando con disimulo para verificar que efectivamente estábamos asistiendo  su obra maestra.


Con el tiempo se fue  convirtiendo en un adulto joven y sereno, con la mirada china y la piel canela de mamá, va moviéndose por el mundo con ese porte tan característico de mi padre. 


Desde esa madrugada de marzo en la que nací hasta el momento han pasado treinta y un años, hoy soy este experimento de humana, acá estoy, sentada en el sillón con una gata enroscada arriba de mi barriga, formando una “u” perfectamente peluda con su cuerpo regordete. 


La otra gata me mira con ínfulas de superioridad, le doy toda la razón, su belleza es majestuosa. “Maní” fue adoptada de un refugio, había sido  abandonada por su familia, se mudaron y la dejaron allí,  como si fuese un objeto decorativo que podían dejar en cualquier lado. Ella encontró un taller mecánico donde a ratos la alimentaban y a ratos la espantaban a escobazos. 


Por esto, “Maní” desconfía de las personas, aparece solo ante invitados muy silenciosos y sutiles. Primero mira de lejos, registra el ambiente en un minucioso examen, hasta asegurarse la emisión energética que considera adecuada. Cuando la criatura en cuestión supera la prueba, se acerca a olfatear en búsqueda de más información, luego choca su frentecita con el dorso de la mano del humano cuya atención ha decidido captar. Si no le gusta vuelve al dormitorio, específicamente dentro del sommier. 


La gata más chica es la más pilla, en su historia no hay abandonos ni traumas, esto es evidente cuando se la ve totalmente despatarrada en el sillón, ninguna preocupación o miedo se asoman. Estira sus extremidades con el placer más exquisito, dejando  relucir una panza marrón y llena de rulos, tan suavecita y mullida que invita a ser tocada. 


Tan pronto se acerca la noche empiezan a mirarme con complicidad, saben que se aproxima el momento más esperado del día. Estar las tres solas, finalmente  metidas en la cama listas para hundirnos en otro universo. 


¿A qué iba con toda esta historia? Mi familia, mis gatas y yo… es tan íntimo y mínimo que no sé a quién podría interesarle. Todo esto comenzó por una pequeña crisis existencial, desenlazada por la enorme crisis mundial que hoy nos atraviesa. Mi psicóloga me dijo: “escribí sobre lo que hay en tu vida, lo que es, lo que existe”. Está mi familia, están las plantas que pueblan el apartamento y las gatas que me acompañan. 


Veo el arcoiris que se forma en la pared cuando entra el sol al comedor, es el efecto de los cristales, los colgué el fin de semana como una especie de rito de bruja moderna que hechiza su espacio. Me transportan a mi primer cuarto, el primero que fue enteramente mío, yo tenía veintisiete años.


Otra vez comienzo a irme por las ramas...esta continua dispersión y  picoteo de temas variopintos exaspera a algunas y enamora a otros. Cuando me preguntaba qué tendrían de importante las plantas, mis gatas y yo; quería ir hacia algo que está pasando en las calles, fuera de mi living. Estamos en el 2021 y hace más de un año, apareció un virus que nos recuerda la fragilidad de los cuerpos y la muerte como una posibilidad cada vez más patente. Salir del abrigo de mi casa a ese mundo en el que todo cuerpo es percibido como una potencial bomba, donde todo encuentro podría significar el fin, se torna cada vez más difícil. Recuerdo un cartel que pusieron en un metro en España,  expresaba con un humor oscuro el fortalecimiento de la policía de los afectos: “Una putivuelta, una abuela muerta”. 


Cuando lo leí, debo confesar que me reí, luego pensé: “wow, qué fuerte” y fueron cayendo a mi mente un aluvión de preguntas inquisitoriales y mandatos: “¿Con quién estuviste? ¿Te estás cuidando? ¿desinfectas todo al llegar? Me imagino que no estás viendo a nadie que no sea de tu burbuja, vibra alto, come vegetales, quédate en casa, lávate las manos, vuelve a lavarlas y luego ponte alcohol en gel, no vaya a ser que quede un rastro de vida en tu piel.”


El mundo está totalmente conmocionado,pero tú, tienes que quedarte en casa, quietita. Somos pompas de jabón que caminan de puntapiés asustados, frágiles ante cualquier roce. Un mundo estéril, antiséptico, reinado por el absurdo precepto que dicta: “matemos la vida para conservarla”, algo así como hacer la guerra para conseguir la paz. 


Pero bueno...así está el mundo y acá estoy yo, en mi sillón, con las plantas y las gatas, siendo testigo de todo esto. Me siento un Quijote contemporáneo, luchando con las burbujas, queriendo reventarlas una a una,  queriendo llenar todo de barro, bichos, microbios y bacterias.  


Toda esta charla de bichos y bacterias me despertó el deseo de tocar la tierra. Aunque sea esa tierra que compro en el supermercado y que luego cae partícula a partícula en las macetas, qué gracioso el concepto de lo “natural” que tenemos en las ciudades, pero es la tierra que hoy tengo. Recorro con la mirada todas las plantas, me doy cuenta que tendría que revisarlas una por una, se ha formado una entreverada selva de hojas secas, polvo y objetos que me impiden ver cuáles están sanitas y cuáles requieren cuidados. 


Verifico inmediatamente que todas necesitan cariño, que  las pode, que mueva la tierra, necesitan en definitiva que las recuerde, que de cuenta de su existencia.   Y al final, todo se reduce a esto. Un recuerdo que evocamos y ser recordados, a veces aparece una fantasía del pasado que nos protege del futuro incierto que hemos imaginado. 


A veces se nos pasa la vida así, jugando a los meteorólogos, adivinando clima y eventos, anticipándonos a la vida que sucede ante nuestra mirada. Y en este caso la vida es esa maceta en la que veo siete palos de agua que están apretados y quieren espacio para crecer, un pequeño árbol cuyo nombre desconozco pero que tiene unas hojitas puntiagudas y hermosas. Cuando saqué el arbolito de la maceta  vi lo apretadas que estuvieron las raíces, ¡cuánto tiempo estuvieron así, la una pechándose con la otra! 


Se me abrió el pecho cuando pude ver cómo las raíces se expandían en sus nuevos terrenos, me resultaron la cosa más hermosa que había visto en mucho tiempo. 



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