Alumbramiento

 Ahí estaba ella, anunciando su presencia en mi espacio: en mi cama, en mis sábanas, en mi pijama y en mi ropa interior. Espesa y oscura, haciéndose cada vez más opaca al entrar en contacto con el aire y con los distintos materiales. Su anunciación no solo se manifestaba a través de las manchas en los tejidos, también se tornaba presente inundando el aire con su olor peculiar, ese tufo que no se parece a nada pero que está presente en todo.  En su estado más puro emite un aroma a hierro, pero cuando empieza a oxidarse y cuando entra en contacto con los materiales se torna cada vez más ácido, casi rozando con la fetidez.  

Para nosotras, las hembras, el sangrado es una cuestión inherente a nuestra naturaleza, sin embargo, esas pretensiones humanistas que buscan separarnos de nuestra animalidad hacen que un hecho natural sea un artificio. Las publicidades nos muestran sangrando un líquido azul y liviano.

Nada más distante a nuestra experiencia, tal vez es por este motivo es que nos vinculamos con nuestra sangre con vergüenza en lugar de regocijo. 

Sentí cómo las gotas viscosas y densas se iban desprendiendo una a una, eran rojas por dentro y bordó por fuera, como un mangostino que guarda con celosía la pulpa en su interior. Las gotas de sangre caían a borbotones, como una lluvia de almíbar que cae sobre un lago desierto. Sólo que el escenario no era nada romántico, debajo de mí tan solo estaba el W.C. no había ningún lago, ningún campo de lavanda o nada que se le pareciera.

Me quedé mirando con detenimiento cómo el agua se iba tornando cada vez más roja, comenzaba en rojo escarlata, pero al diluirse se iba tornando más y más opaca, casi marrón y enteramente triste. Esta secuencia se repitió tres veces, cada vez que tiraba de la cadena se armaba un remolino volcánico.   

Estaba viviendo una de las tantas experiencias que nos atraviesan a nosotras, a las que habitamos este mundo como hembras humanas. Tal vez por eso jamás me sentí sola, la memoria del dolor y de la sangre nos atraviesa a todas. 

En cada uno de los pasos que di para materializar mi decisión siempre estuvieron ellas, brindando con generosidad su silencio, ayudándome con sutileza a acomodar mi cuerpo en cada situación que iba emergiendo.  Aunque jamás lo hablé con mi madre, su presencia se manifestó de forma constante. Ella siempre supo olfatear todas mis emociones y estados, como una perra que anticipa los movimientos de su cachorra.  

Me miré al espejo con cierto morbo y orgullo, mis labios y pechos se mostraban con más potencia y belleza que nunca. Hasta sentía una nueva textura en mi piel, como si una criatura aterciopelada se hubiese posado en todos mis poros. La sensación corporal era la de una nueva grandeza adquirida, la serenidad propia de quien ha sobrevivido un naufragio. 

Respiré aliviada, finalmente había expulsado casi todo, la intensidad del dolor se fue haciendo más leve. Yo, estudiante de doula, tuve que procurarme a mí misma el confort que se supone debo brindar a las mujeres embarazadas y en puerperio. Yo, que hacía pocos meses estaba absolutamente maravillada por la perfección de la hembra humana y su capacidad gestora, yo, estaba ahí en el baño, obstruyendo el milagro para poder alumbrarme a mí misma.


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