Mi madre tiene los ojos chinos, la sonrisa amplia y la carcajada más contagiosa que conozco. Durante mis años de infancia y adolescencia manifestó cierta severidad, cuando me pedía un favor y yo le respondía “¿qué?”, replicaba: “Señora, querrás decir”. Con su tono de voz marcaba la autoridad, habilidad indispensable para toda persona criando adolescentes. También se desvivía en generosos mimos y dulces gestos. Recuerdo clarito que yo, como buena niña católica que era, quise bautizar una de mis muñecas. No recuerdo su nombre, sólo que era rubia. Calculo que fue a la que le vi más cara de pecadora, siempre fui muy empática, apuesto que con el bautizo quería protegerla de las llamas del infierno. Si eventualmente se iba a mandar alguna macana, más valía brindarle a la pobre muñeca algún tipo de seguro de vida para cuando se fuera al más allá. Fue así, como mi madre tuvo la idea de celebrar tan importante ocasión. Dada la significancia del evento, un maestro de ceremonia oficial fue co