Nenos
En el momento en que sintió la planta de los pies en contacto con el musgo recordó la sopa de cabellos de ángel que le hacía “Nenos”. Su nombre en realidad era Osnith, pero desde el primer día quedaron unidas por un cordón umbilical que permitía que la una se alimentara de la otra. Fue así como la niña la bautizó de esa manera tan pronto fueron presentadas.
Nenos tenía la altura de una senegalesa y los rasgos de los Quimbaya. Su piel era marrón, pero a ratos se confundía con un extraño tono que fluctuaba entre el gris y la oliva. Su presencia en cualquier espacio tensionaba la atmósfera de una forma violenta. Sin percibirlo imprimía una fuerza particular en cada uno de sus movimientos, a esto se sumaba la robustez y redondez de su cuerpo. Su presencia jamás pasaba inadvertida.
La niña siempre la vio como una pantera le despertaba miedo y fascinación al mismo tiempo. A ratos jugaban y se acicalaban, pero en algunos momentos le imponía toda su autoridad con la vehemencia de una dictadora. Ella era su nana, su niñera, pero el vínculo parecía más el de una domadora que intenta adiestrar una leoncita. La pequeña se entregaba con docilidad confiada en todos sus cuidados y castigos.
En ese entonces a la niña su madre le resultaba casi una extraña. Aunque durante cuatro años enteros todas las mañanas se sentaba en la tapa del wáter a observar cómo se maquillaba. Le fascinaba todo el proceso y ver cómo el rostro iba cambiando, cómo crecían las pestañas y se iban ruborizando las mejillas. También le gustaba ver el abanico de gestos que iba haciendo, le causaban gracia y extrañeza. Parecía una mujer importante y eso le gustaba mucho.
En ese momento, cuando el musgo la envolvió con su tibieza no solo recordó la sopa que le hacía Nenos. Se trasladó a la primera vez en la que viajó en avión. Viendo las nubes tan cerca imaginaba que podría tocarlas y que serían suaves como un algodón pero que podría meterse en ellas como si fuese un mousse. El musgo estaba allí en ese rinconcito del páramo protegiendo un nacimiento de agua, como un pájaro que hace un nido para cuidar sus pichones. Era una capa vegetal fina y suave, pero sin embargo jamás sintió la tierra. Estaba hundida en esa materia tan leve pero tan potente
La niña que ahora era una adolescente se sintió herida con el hecho de recordar a Nenos por su sopa y no por todo lo que significó en su vida. Niñas y niños blancos criados por nanas negras, en Colombia, en Perú, en Francia y en todo el mundo. La historia repitiéndose una y otra vez, como si naciéramos con una marca indeleble que fija nuestro lugar en el mundo, que nos posiciona para siempre del lado de las privilegiadas o de las desposeídas.
Nenos era mucho más que su sopa de cabellos de ángel, enseñó a la niña a defenderse de las agresiones del mundo, a sumar, multiplicar, cocinar, tender la cama y cepillarse los dientes. Compartían su dolor, llanto, el juego, el amor y el enojo . Le disgustaban niños y niñas, pero Sofía había despertado en Nenos un sentimiento muy parecido a la maternidad, no le gustaba aceptarlo, pero así era. Su rechazo hacia la maternidad y las criaturas pequeñas era tal que un día amenazó a la madre: “Señora, si usted llega a tener otro hijo yo me voy”.
El día en que la madre quedó embarazada Nenos hizo sus maletas y se fue sin dar explicaciones, ya todo había sido dicho. Fue la primera vez que la niña entendió lo que significa tener el corazón roto, había escuchado la expresión en las telenovelas que veían juntas, pero hasta ese día entendió el dolor desgarrador del primer desamor. La sensación era la de una copa de cristal que se rompe en mil partículas, pedacitos de ser desperdigados por todas partes, una herida abierta escarbada con esmero.
Había sido abandonada por quien fuera su madre y compañera de juegos durante ocho años, su domadora, amiga fiel y cruel al mismo tiempo. La niña que ahora era adolescente se encontraba allí con los pies hundidos en el musgo sintiéndose egoísta, preguntándose por Nenos, la necesitaba y odiaba. Quería abrazarla y reclamarle su abandono. En el nacimiento de agua se desprendieron con suavidad cada una de las lágrimas, dejó que el musgo la acariciara, era gris y rosáceo como las pomarrosas de camino a la escuela.
Tras muchos años, la adulta pudo indicar a la niña qué puntada dar con las agujas para restaurar esa sensación de abandono que se le había instaurado en todo el cuerpo.
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